Recapitulando un
poco en la historia del actual Chetumal; cuando esta ciudad se funda como Payo
Obispo a finales de 1890, para ser exacto fue en el año 1898, empieza a
habitarse con familias procedentes de la colonia inglesa y principalmente de
habitantes de las zonas aledañas, cuando Othón P. Blanco llegó a bordo del
pontón Chetumal; se inicia como una población en su principio flotante temporal
con la presencia de los chicleros, es decir trabajadores contratados (la
mayoría de éstos eran provenientes de Veracruz) para los trabajos de la
extracción de la resina del chico zapote, abundante en esta
región. Actualmente riqueza forestal agotada.
La temporada para
la explotación del chicle daba inicio el 1 de julio de cada año;
aunque los preparativos para el inicio del trabajo eran desde el mes de
febrero, porque era preciso organizar con toda anticipación los elementos
necesarios tanto en lo que se refería al “monteo” del terreno como al
aprovisionamiento de mercancías, transporte de las mismas “enganche” de
trabajadores, establecimiento de “hatos” o campamentos para quince o veinte hombres
que extraerían aproximadamente doscientos quintales por grupo lo que debería
ser aproximadamente nueve mil kilogramos de chicle pero para que la resina
escurra del árbol del chico zapote se tenía que cortar antes con la lluvia
copiosamente, cuando estas se retrasaban o no caían, la temporada fracasaba,
consecuentemente todos los gastos hechos previamente por los contratistas o
explotadores se perdían de manera absoluta.
El tiempo que
permanecían los chicleros en los campamentos antes del inicio de los trabajos,
lo empleaban en el reconocimiento del monte, abrir brechas y acondicionar bien
el “hato” picando alguno que otro árbol que le servía como entrenamiento como
para obtener alguna resina para embarrar sus útiles augurando buena
recolección.
Cuando se daba
comienzo a la temporada, todos los trabajadores se levantaban muy de madrugada,
desayunaban según decían con pésimo café y se internaban en el monte cada uno
por su brecha que habían abierto, en donde permanecían con la ruda tarea de
“picar” árboles hasta después del mediodía, hora en que volvían al
“hato” para almorzar y se quedaban toda la tarde dedicados a quehaceres
domésticos personales, tales como el lavado de su ropa, arreglo personal,
platicar, contarse mitos, leyendas o experiencias de su labor y minutos de
esparcimiento junto a las hogueras que ahuyentaban fieras y alimañas de la
selva.
Los fines de semana
(por las tardes), los chicleros se dedicaban al cocimiento de la resina que
habían obtenido durante la semana, labor que se realizaba entre varias personas
pues por muy pesada, no podían realizarla individualmente; posteriormente se
esperaba una hora en el proceso de enfriamiento y se procedía a enmarquetar y
marcar con las iniciales del permisionario o contratista, del capataz
y el chiclero que lo extrajo. El capataz anotaba en su libreta la marqueta de
cada chiclero, para su liquidación al término de la temporada.
Así era la vida de
aquellos hombres que se internaban al infierno verde durante muchas
décadas cuando esta región era rica de árboles de chicozapote productores de
ese látex que fuera en un tiempo fuente económica quintanarroense; en la
actualidad sólo es un recuerdo de esa época, casi leyenda.
Actualmente la
producción del chicle es una actividad poco atractiva en cuestión económica, pues
ciertamente ya no hay mucha materia prima para trabajar, el único consorcio
chiclero que se mantiene vigente hasta el momento, es Chicza S.A. de C.V., la
producción anual de Chicza, que es de 500 toneladas (aproximadamente).
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